El viernes pasado acabó para muchos niños su curso escolar. El viernes pasado empezó para muchos padres la difícil tarea de adecuar horarios y conseguir cubrir con un mes de vacaciones de cada progenitor (eso los que pueden tomarse ese mes) casi tres meses de vacaciones de tus cachorrillos y encima si puedes haz vida familiar con ellos.
Si queridos lectores, el verano es época de vacaciones, playas, cenas a la fresca y perniciosos helados que nos fastidian la operación bikini que se empezó a principios de año después de las fiestas de Navidad. Pero como todo en este mundo, el verano no es lo mismo para todos. Esas vacaciones en las que una era libre, iba a la playa y disfrutaba de su mes de vacaciones hace muchos años que dejaron de tenerse. Concretamente quince. Y supongo que aún me faltan bastantes años para que esta que os escribe pueda volver a disfrutar de una merecidas vacaciones para si misma y su mister, aunque sólo sea de unas semanitas escasas.
Pero no es cuestión de estar apesadumbrados, porque hoy no vengo a tratar el tema de cómo cubrir en verano las vacaciones de tus hijos. No. Hoy os vengo a comentar un pequeño hecho que es el que, aunque no os lo creáis, declara oficialmente empezadas las vacaciones de verano. Nos estamos refiriendo a la fiesta de fin de curso.
Recuerdo con cierta nostalgia, porque cuando se recuerdan cosas de la infancia uno siempre lo rodea de un halo de cierta nostalgia, las actuaciones de final de curso. Por ese entonces yo iba a un colegio de monjas, al que años más tarde también iría Terremoto. Cada año coincidiendo más o menos con los días posteriores a las vacaciones de Pascua, las profesoras se revolucionaban porque tenían que montar los numeritos de la fiesta de final de curso. Yo sobreviví a esos numeritos, y como yo sobrevivieron promociones y promociones de niñas junto a sus familias, que un día en concreto, se revolucionaban para acudir a un lugar señalado para vernos mover el body buenamente y como podíamos al son de diversas músicas. Recuerdo una coreografía con una cancioncilla de Bonnie and Clyde… bueno, sólo recuerdo el primer paso de la coreografía. El resto debía ser un rollo. Íbamos con una gorra roja o blanca y un pañuelo rojo o blanco dependiendo del lugar que te tocara en la fila. A mí me tocó la gorra blanca y el pañuelo rojo. La gorra hace años que le perdí la pista. El pañuelo lo sigue llevando hoy en día Terremoto cuando se disfraza de personaje del Oeste Americano y está guardado en su zona de disfraces.
Quitando esta melodía y este pañuelo, poca cosa más recuerdo de estos finales de curso. Las músicas las he olvidado y afortunadamente las imperiosas coreografías también. Dicho sea de paso, las profesoras del colegio nunca fueron muy buenas a la hora de crear coreografías, así que tampoco se ha perdido gran cosas con el olvido de las mismas. Cuando Terremoto fue al principio a dicho cole, las circunstancias de la fiesta de fin de curso no habían mejorado. Seguían siendo básicamente las mismas que en mi época. Es más. Habían empeorado en un sentido.
En mi época las monjas no tenían un sitio en propiedad donde hacer el numerito. Así que se veían obligadas a alquilar diversos espacios para que el cole se luciera y saliera luego una reseña lo más grande posible, en los periódicos locales donde alababa la colorida despedida de curso que habían dado las alumnas de tal colegio en dicho sitio. No recuerdo las coreografías, pero si recuerdo haber actuado en el campo de fútbol del Baleares, donde casi el colegio se queda sin alumnas. Es día se sentó a los padres en la zona de sombra y a las actuantes en la zona de sol. Actúa tú una tarde soleada de finales de junio sin sombra, ni agua, ni naa de naa. Por suerte en el campo del Baleares fue cuando hicimos el numerito de Bonnie and Clyde, donde nuestra clase fue una privilegiada al tener en la indumentaria una gorrita con la que cubrirnos, y un pañuelo con el que secarnos el sudor. También recuerdo aquella vez, aunque este sólo se hizo un año, pues el alquilarlo debía costar un dineral, en el que mi menda lerenda tuvo el honor de exhibir mis habilidades robótico / danzarinas en el mismísimo escenario del Auditórium de Palma. Evidentemente, alquilar la sala grande del Auditórium debía ser muy cara. Así que ese año las monjas se agenciaron la sala Mozart, que es la sala más pequeña donde se tuvieron que apretar, agolpar y enlatar todos los padres y «actrices» danzantes. Pues sí, eso debía costar una pequeña fortuna, aparte de la queja de las familias y los líos que hubo con toda la trouppe de niñas corriendo despotricadamente entre bambalinas de un lado a otro. Eso sí, ese año la reseña del periódico indicando que las chicas del cole tal habían actuado en el Auditórium de Palma, con foto del escenario asaltado por un montón de pueriles y gráciles danzarinas, quedó muy chic, para que negarlo. Aunque normalmente en mi época donde más veces actuamos fue en la pista cubierta del Polideportivo Príncipes de España. Allí al menos no pillábamos ninguna insolación y los padres no se comprimían cual lata de sardinas. En todas esas actuaciones teníamos luego el problema de localizarnos mutuamente, es decir, de hacer coincidir padres con hijas. Eso era más difícil que el juego de enlaza objetos con una línea. Era agobiante salir a las diferentes pistas e ir mirando mientras un mogollón de padres agitaban las manos desesperados para que su progenie los detectara.
También recuerdo, esta vez con cierta simpatía, el día que ensayábamos en el escenario con cartulinas de colores el montar un letrero de bienvenida para los padres. En ese entonces yo era más grandecita y tenía al lado a mi amiga M.A. Como las dos teníamos el mismo color yo leía un libro y hacía con la cartulina lo que ella. Todo iba bien hasta que de pronto una monja entró en cólera por como se hacía y apareció mi nombre a voz en grito resonando en la sala “¡¡¡¡Laura!!!! Sí, fijaros en Laura que bien se concentra que está leyendo un libro y encima lo hace bien” Yo quedé por un momento en estado medio catatónico y recé para que no me pidiera el nombre del libro “Drácula” de un tal Bram Stoker.
Cuando Terremoto fue a este colegio, las monjas ya habían adquirido unos terrenos a las afueras de Palma, de hecho los habían adquirido en los últimos años en que yo iba al colegio. En estos terrenos, las monjas ya habían construido allí un polideportivo con diferentes pistas y zonas. De hecho lo empezaron a construir en los últimos años en los que yo iba al colegio, en los que con la factura de cada mes (porque por aquel entonces los coles no eran concertados, eso vino luego) nos ponían en la factura una anotación de donación para la construcción del polideportivo (sin la opción a elegir si realmente querías o no hacer esa donación). Recuerdo que en casa eso no nos hizo mucha gracia, porque era un extra de «donativo» muy generoso y encima yo nunca pude disfrutar del maldito polideportivo y no pensaban siquiera poner una opción para las exalumnas que habían aportado para la construcción de poder disfrutarlo. Vamos, que ni una fiestecita de inauguración.
Pero bueno, no nos desviemos del tema. El resultado era que para ir al polideportivo, se montaban unos atascos de órdago. Que para ir al polideportivo se tenía que pasar por un polígono industrial, el más grande de Palma, generalmente un viernes por la tarde y que coincidía con la hora de salida del trabajo de dicho polígono. Que la única carretera que conducía al polideportivo era una local de esas de poco tráfico cualquier día del año menos ese. Que no estaba preparada para ello, con tan sólo un carril de ida y otro de vuelta. Vamos, como dirían muchas, un despropósito.
Pero allí estábamos padres, hermanos, abuelos, perro, tíos y demás familiares de los «actores» dispuestos a darlo todo por nuestros retoños, aguantando estoicamente la cola de los coches, mientras mi madre a grito pelado iba tirando improperios a troche y moche porque no llegábamos para ver al nieto. Intentando luego aparcar dentro si se podía y sino y tenías suerte a «varios» ejem, ejem (cientos) de metros de la entrada del polideportivo. Tostándose en las gradas o bien alrededor de la pista de fútbol como unas sardinas en un chiringuito de playa gaditano para ver la actuación del cachito de la carne de tu carne. Sin que en ningún momento a las monjas se les hubiera pasado por la cabeza habilitar una zona con toldos o con sillas para las abuelas más mayores, ni nada de eso, que para eso estaba el bar donde se cobraba y bien cualquier consumición que se hiciera aunque sólo fuera un triste botellín de agua para no desfallecer. Para compensar la falta de infraestructura, el populacho que muchas veces es sabio, había caído una vez, pero en las siguientes muchas familias acudían como si fuera un día de playa. La abuela en su silla plegable playera, con su pamela de telas floreadas y un paipái de papel de tienda a cien con el que se abanicaban como ahínco frenéticamente posesas. Mientras, algunos afortunados se habían traído la nevera de cubitos de la playa y llevaba dentro algo de líquido elemento con el que mejorar la difícil situación.
Pero no crean que los niños lo pasaban bien. No. Al igual que los padres tiraban pestes con el maldito fin de curso, los alumnos hacían otro tanto. Sobre todo porque los habían tenido durante meses ensayando y ensayando las adorables coreografías que montaban cada año las profesoras y que sinceramente, no habían mejorado muchísimo. Se agradece la insistencia en querer formar futuros bailarines, se agradece la insistencia en conservar las tradiciones, pero no se entiende para qué se hace eso. Yo antes vivía cerca de este cole y los vecinos del barrio estábamos hasta el moño de los ensayos. Los sacaban a todos de las aulas y los llevaban al patio por turnos para ponerles la música y que ensayaran, unos tras otros. Así que durante todo el día tenías el concierto repetitivo una y otra vez. Además las profesoras daban instrucciones por megafonía y desde dos calles al lado las podías seguir tranquilamente (no exagero, es la distancia entre el patio y mi casa) Tan exagerado era eso que confieso que durante varios años, si por casualidad yo había enfermado o tenía unos días libres en esas fechas y estaba en casa, acabé harta llamando por teléfono a las monjas diciéndoles que o bajaban la megafonía o llamaba a la policía, que los niños eran pequeños no sordos. Confieso también que un año llamé a la policía. Los siguientes años, después de haber hecho la llamada de turno, alguien iba al patio y al cabo de unos minutos el sonido era normal. Me refiero a normal a que desde la parte opuesta de mi casa que da al patio, podía oír la tele con el sonido normal. Porque cuando actuaban ponías la tele a toda y aún así te perdías gran parte de las noticias.
¿Para que servían esos finales de curso? Bueno, aparte de para seguir saliendo una reseña en los periódicos locales de que los alumnos de tal sitio habían celebrado el final de curso… creo que poco más. Los padres habían hecho fotos de sus retoños. Los retoños habían dado gracias a todos los dioses del Olimpo para que aquello hubiera acabado por ese año. Las tiendas de revelado de fotos hacían un pequeño extra al día siguiente. Las familias ya podíamos irnos tranquilas sabiendo que el curso oficialmente había acabado y poco más sinceramente. En la revista del colegio que les endosan a los alumnos a principio del año siguiente, sale todo un reportaje de ello. El colegio sigue manteniendo su prestigio, se ha hablado de él y poco le importa que los niños y los padres lo hayamos pasado bien o no. Poco le importa que se hayan perdido un montón de horas de clase teniendo que ir a ensayar el numerito. Poco le importa que los vecinos hayan deseado que un rayo cayera sobre el equipo de megafonía. Poco ha importado que se haya montado un año más un descomunal atasco… bueno, eso se ve que les preocupó un poco y lo que hicieron fue dividir a los niños en dos tandas. Ahora las familias que tienen hijos de diferente edad tienen que montar el numerito de salir del trabajo antes y actualmente hay dos días de insolación y atasco gratuitos porque el colegio es muy grande y hay muchos niños. Un despropósito como os decía.
Para lo único que se preocuparon en el cole de Terremoto cuando este debía hacer estos numeritos, fue cuando los últimos años les dije que no contaran más con mi hijo para eso. Casi se monta una batalla campal, recibí amenazas de todo tipo y colores, ¿que como podía ser tan egoísta de desear que mi hijo no pasara un mal rato, con lo que tiene y no le obligara a ir allí por el bien de todas las otras familias que se sacrificaban? Lo siento colegio, recuerdo el día que la actuación iba acompañada de unos pompones como el de las animadoras y Terremoto no quería. No sólo no hizo nada en la pista sino que al acabar arremetió contra los pompones y empezó a destrozarlos con saña por todo lo malo que para él significaba. Lo siento colegio, pero yo pienso que mi hijo es primero y sí él me viene suplicando año tras año que eso no le gusta, que le pone agresivo y yo lo veo a la hora de actuar, pues primero es mi hijo que no el prestigio de la institución y el lucimiento del cole en la prensa. Además, carnaza para salir en la foto siempre hay cuando una institución es tan grandota.
Como veis, los finales de curso de este tipo, por si alguien no lo ha detectado, no son santo de mi devoción.
Desde que Terremoto cambió de cole, se encontró con una institución más humanitaria en este sentido. Al ser un colegio especializado, no buscan salir en los periódicos ni que el fin de curso sea para el lucimiento del colegio. Actualmente en el cole donde va Terremoto se hace el último día por la mañana una fiesta donde el AMPA y el cole invitan a los niños, les traen actuaciones merienda y disfrutan juntos. Los padres y familiares estamos invitados, pero a esa hora yo no puedo salir del trabajo, así que me lo suelo perder, pero Terremoto viene más contento y no se colapsa ni se pone agresivo por el final de curso. Tampoco nunca me han pedido por qué motivo no acudo y si alguna vez como este año Terremoto ha preferido quedarse en clase con su profe y no acudir, también lo han respetado.
El cole de Tsunami también es de los que prima más el aspecto humano que no la fama de la institución. El cole de Tsunami monta cada año una fiesta el último día de curso, el viernes tarde-noche. En ella el colegio habita unas mesas en el perímetro exterior del edificio. Todos los sitios tienen toldo con sombra y los padres están invitados a ir con los niños. Cada familia trae algo de comer y al final las mesas acaban bien llenas. Las bebidas y los dulces también son bienvenidos, aunque los alumnos de 3º de ESO ponen una parada de venta de bebidas y postres para recaudar dinero para el viaje de estudios del año siguiente. En la fiesta del cole de Tsunami, los alumnos del último curso se despiden de sus compañeros. También les acompañan ex-alumnos de otros años, porque allí todos son bienvenidos. Se hace una fiesta, las instalaciones están abiertas a los niños, los más pequeños juegan en la zona de toboganes, los más mayores hacen partiditas de fútbol. Algunos pequeños más lanzados están en la zona de árboles trepando un poquito y jugando bajo ellos. Este año ha habido un pequeño mercadillo artesanal y se ha hecho un concurso de tartas saladas con varias categorías. Cuando ya son las ocho, un grupo pequeñito de música en directo ameniza la jornada y hay baile. A esas horas mis dos retoños ya se habían declarado en huelga de sueño y habíamos vuelto a casa. Ha sido un fin de curso divertido, los niños han jugado y han corrido. Los padres hemos hablado y quedado para vernos durante el verano. Nadie ha tenido que estar sentado durante horas sin moverse, Ni los niños se han visto obligados a perder horas de clase ensayando nada. Ni molestando a los vecinos durante semanas y semanas. Este final de curso que os he resumido tan brevemente, ha sido para mí mucho más satisfactorio que todos los numeritos de lucimiento que tan bien recuerdo, creo que por el trauma que me causaban cada año. Puede que haya hablado mucho menos de él, pero si os tuviera que contar cosas os diría que mis peques jugaron, que Terremoto pilló una indigestión de tanto que comió y eso que le advertí que parara un par de veces, que descubrí que E. hace un humus buenísimo, que de las cinco tortillas de patatas que había una de ellas era espectacular, con cebolla, gruesa y el interior a medio cuajar como a mí me gusta, que quedamos de acuerdo para más adelante celebrar con las clase todos los cumpleaños de los peques nacidos en junio y julio, que la tarde fue muy agradable y la vuelta a casa nada estresada, que al llegar a casa no tuve que ponerme a hacer la cena ni a hidratar a la familia ni aplicarles after sun y que mis peques cayeron redondos en la cama y mi pareja y yo estábamos tranquilos y relajados.
Esta mañana cuando he salido a merendar en el trabajo, me he encontrado por la calle unas madres jovencitas, una le enseñaba a la otra la impresionante foto en el móvil, que había tomado a su hijo del numerito de fin de curso. Le decía que había hecho mucho calor y lo habían pasado muy mal pero que el niño se había esforzado mucho y había salido muy bien en la foto. Entonces yo caí en la cuenta que desde que Terremoto no va a su anterior colegio, yo no tengo fotos ni en la cámara ni en el móvil de mis cachorritos haciendo su numerito, pero que tengo unos hijos más felices y una familia más relajada.
Pensamiento de una madre cuando acaba una entrada de este tipo:
El mundo de la maternidad está dividido en dos tipos de personas: Los que tienen fotos del numerito musical de sus hijos en el móvil y los colegios salen en prensa, y los que sólo tienen recuerdos porque no han hecho ni una foto y los coles piensan más en las familias y no en su lucimiento.