El primer trabajo que tuve fue como archivera, iba a un pueblo designado por el organismo por el cual trabajaba y ordenaba y organizaba el archivo municipal. El primer pueblito que me tocó estaba bastante lejos de casa, era un municipio pequeño, coqueto y acogedor, donde todos los vecinos se conocen, donde aún el señor alcalde, el cura, el médico, el farmacéutico, la maestra y los cuerpos de seguridad son tratados con mucho respeto… bueno… lo cierto es que tenía un policía local pequeño, flacucho más bien bastante esmirriado y que mucho respeto no daba, estaba ya bastante entrado en años y dudo mucho que sirviera de algo a la hora de perseguir a un caco, él decía que el municipio sólo tenía medio policía, y no porque lo compartieran sino porque no había más policía. Tenía una afición secreta que conocían todos, y era que de tanto en tanto le gustaba darle un lingotazo a la botella, su mujer no estaba muy conforme con la costumbre y se lo tenía prohibido, así que tenía la botella escondida en el archivo, con mi venida le fastidié el escondite porque evidentemente la encontré y se lo comenté al secretario. Al día siguiente la botella había desaparecido, no se donde la escondería. Tenía ocho hijos, buscando la niña que llevara el nombre de la madre le salieron ocho. Después del octavo parto el quinto hijo les comentó si no creían que con ocho ya bastaban y había de sobra.
En frente del Ayuntamiento había un típico bar de pueblo, con la mesonera, una señora chupada en carnes, todo un nervio, la mejor administradora que he visto en la vida, peseta que entraba en su caja, peseta que no salía hasta que había criado lo suficiente como para pagar la fianza de salida. Su bar tenía amplios ventanales a la plaza y lo cierto es que la señora del bar era encantadora y entablé una cierta amistad entre bocadillos y cafés con leche a medio día. Vendía tabaco, pero también tenía del de contrabando y de tanto en tanto, los otros cuerpos de seguridad formados por una pareja de guardias civiles con tricornio y bigote los dos, iban y le hacían una requisa… y eso que ellos eran uno de sus compradores de tabaco del barato.
Los dos guardias civiles formaban una típica pareja casi de viñeta de cómic. Recuerdo una mañana durante el bocadillo como montaron una persecución en toda regla dando vueltas por la plaza con sirena y todo detrás de un vespino en el que iban dos jóvenes montados, cuanto la normativa dice que en los vespinos sólo puede ir uno. Creo que llegamos a contar como unas seis o siete vueltas a la plaza antes de que los delincuentes juveniles enfilaran una calle hacia la parte alta del pueblo. Cuando ya estaba por el café con leche a medias entraron en el bar el susodicho cuerpo de seguridad, pavoneándose de la hazaña realizada. La del bar, como buena ama de bar que se precie, no se pudo resistir a cotillear sobre lo ocurrido. La pareja le informó que los presuntos delincuentes habían intentado burlarlos metiéndose por las calles del casco urbano y cuando vieron que su intento de evadir la mano de la justicia era infructuoso habían abandonado el vehículo infractor y habían huido cada uno en una dirección diferente. Ellos, como era de esperar, multaron y requisaron el vehículo, no antes habiendo amenazado a los presuntos delincuentes con un “no huyáis bellacos, sabemos quienes sois y donde vivís y esta tarde vamos a ir a contárselo a vuestros padres” faltaría más.
Ya os he dicho que el pueblo era muy pequeñito y ocurrían cosas que en la ciudad no son habituales. Un día mientras trabajaba dentro del archivo que estaba en el ático empecé a oír las campanas de la iglesia tocando a muertos, estuvo así durante unos quince minutos, luego cinco de música fúnebre. Seguidamente la voz del cura anunciaba la defunción de uno de sus vecinos y convidaba a la comunidad a asistir al día siguiente a su funeral. Luego otros cinco minutos de música fúnebre y quince minutos más de campanas. Me pareció un modo curioso de anunciarlo, pero después de haber oído antes el anunciar de forma parecida, pero sin música fúnebre y con campanas más alegres, claro, que tenía que ir la cruz roja a recoger donaciones de sangres, pues tampoco me pareció tan extraño.
Tres días después de las campanadas, la música y la proclama, estaba yo a media mañana de nuevo en el bar tomándome mi reconstituyente bocadillo matinero cuando entró en el bar un señor bastante alto, barrigón, mofletudo, rostro rosado con unos mofletes más saludables que la Heidi, un espeso bigote negro y una especie de gorra aboinada. Yo no le dí más importancia hasta que el bar quedó inmerso en un escalofriante silencio sepulcral, la señora del bar emitió un leve gritito y uno de los abueletes que jugaba a cartas se puso de pie y su silla cayo al suelo. Fue entonces cuando le presté más atención al nuevo parroquiano y a las caras lívidas de los demás. Yo debía ser la única que tenía cara de panoli sin entender nada a mitad de un mordisco contemplando la escena. De pronto la dueña del bar da un paso adelante con cierto recelo y le dice
– ¿Pero tú no estás muerto?
Tengo que reconocer que consideré que esa era una pregunta curiosa y poco frecuente, lo cierto es que hasta el momento no le había oído preguntar a ninguno de sus clientes si estaban vivos. De hecho ese hombre parecía muy vivo y bastante bien alimentado por cierto.
El hombre se echó unas buenas risas y le respondió
– ¿Acaso tengo pinta de muerto?
En ese momento medio bar, es decir, media mesa de abueletes que jugaban a las cartas estalló en risas. El otro medio pese a todo no las acababa de tener todas consigo.
Evidentemente el hombre no estaba muerto. Contó a toda la parroquia mientras se tomaba una fresca cervecita (por no decir una hermosa pinta) que había tenido una discusión con el vecino colindante a sus tierras discutiendo sobre una pared medianera y su propiedad. Parece ser que al final él había ganado y las escrituras demostraban que era suya, pero el vecino se lo había tomado muy mal. Cuando el vecino vio que “el muerto” se iba con su coche a la ciudad aprovechó y desde la cabina del pueblo llamó a su mujer, le informó que llamaba de la policía, preguntando si fulanito era su marido. Les contó que en la carretera que llevaba a la ciudad había habido un accidente consecuencia del cual fulanito había perecido durante su traslado al hospital. El cuerpo estaba en el tanatorio de dicho hospital a la espera de que la familia se personase allí para su recepción.
La viuda desconsolada había llamado a la madre, a los hermanos y a los tíos, habían hablado con el cura el cual había hecho la llamada de rigor convocando a todos los feligreses para las exequias y cuando ya se habían vestido de negro (en las casas de los pueblos siempre se tiene algo negro por si las circunstancias lo requieren) y se disponían a acudir al susodicho tanatorio, el “muerto” abre la puerta de su casa dispuesto a dar buena cuenta de la comida que seguro le había preparado su mujercita. El panorama según nos narró, no podía ser más desolador, toda su familia se había reunido en su casa sin ser Navidad ni ninguna fiesta que celebrar. Estaban todos vestidos de riguroso negro, ellas con falda y ellos con corbata y todo. Además todos lloraban como unos descosidos abrazándose unos a otros. Es más, su madre cuando le vio casi le da un infarto y por los pelos no estuvieron a tener que irse corriendo al susodicho hospital aunque por motivos muy diferentes.
La historia desde luego era rocambolesca, y creo que fue la que se llevó el premio de todas las historias rocambolescas con las que me topé ese medio año que estuve en ese ayuntamiento. La historia bien valió la cerveza que milagrosamente invitó la señora del bar después de haberse echado unas buenas risas. El vecino bromista no se como acabó, ni si lo denunciaron o lo lincharon, pero desde luego esta visto que las bromas pesadas no tienen mucha gracia… salvo cuando te las cuenta el mismo muerto.